Blogia

Literatura solidaria

En memoria de Adriana Díaz Crosta

"Era un inmenso campamento al aire libre. De las galeras de los magos brotaban lechugas cantoras y ajíes luminosos, y por todas partes había gente ofreciendo sueños en canje. Había quien quería cambiar un sueño de viajes por un sueño de amores, y había quien ofrecía un sueño para reír en trueque por un sueño para llorar un llanto bien gustoso. Un señor andaba por ahí buscando los pedacitos de su sueño, desbaratado por culpa de alguien que se lo había llevado por delante: el señor iba recogiendo los pedacitos y los pegaba y con ellos hacía un estandarte de colores. El aguatero de los sueños llevaba agua a quienes sentían sed mientras dormían. Llevaba agua a la espalda, en una vasija, y la brindaba en altas copas. Sobre una torre había una mujer, de túnica blanca, peinándose la cabellera, que le llegaba a los pies. El peine desprendía sueños, con todos sus personajes: los sueños salían del pelo y se iban al aire." Eduardo Galeano

Eternamente joven, nuestra amada poeta, nuestra amiga. Libre de los dolores, de las separaciones, de las preguntas sin respuesta; alejada para siempre de la trinchera que tuvo que cavar a mano su pulso de paloma malherida para establecer la resistencia y donde, finalmente, entregó a los follajes del silencio el saqueado bastión de su esperanza. Eternamente joven. Conservando la coherencia de su vida y de su discurso (más allá del tiempo), haciendo gala de toda su acrobacia surrealista bravía y despeinada. Irrumpiendo en nuestros días con su sonrisa descalza, vistiendo aquel inusitado mameluco repleto de bolsillos donde guardaba trozos de Bretón, poemas en semilla, redomas con esperma de luciérnagas para engendrar la luz de sus metáforas.
De allí que decidiéramos fundar un territorio en memoria de Adriana, para nosotros, los alebrijeros, los eternos albañiles de versos, los que intentamos desafiar almidones minuciosos con el solo poder de la palabra, los que amamos la poesía desprolija, la poesía con huellas digitales, la poesía en muñones, astillada a fuerza de injusticias, de indiferencia, de abandonos, de desamores, de relojes con filos en menguante.

Bienvenidos a: Los puños de la paloma.





Lina Zerón - México

Un gran país.

Vivo en un país tan grande que todo queda lejos
la educación,
la comida,
la vivienda.

Tan extenso es mi país
que la justicia no alcanza para todos.

© de la autora

 

Helena Ramos - Rusia/Nicaragua

Mural 78.

Es un mundo cruel, sangriento
pero bello...
El mundo de la hierba
ensangrentada;
donde la sangre
tiñe las olas,
donde la sangre
riega la tierra,
donde tañe
como una guitarra
el dolor por los caídos.

Donde brilla el sol generoso,
donde cantan los ríos sonoros,
con fervor crepitan las llamas
y se ama porque se ama;
donde crecen novias abedules
y orgullosos cedros
y de noche, caen las estrellas
en la mano de un niño.
Allí la bandera alta
orea los sueños.

Allí la gente sabe
morir
y la podre no se atreve
a tocar los rostros muertos.
Hay un reguero de sangre
sobre las piedras y flores.

Allá
son bellos los brazos morenos
de tu compañera,
son bellos los ojos oscuros
mirándote el alma,
son bellos los labios calientes
que dijeron "te quiero",
y cae una lluvia de claveles.

Pero son inenarrables las torturas,
interminables las noches
cuando el dolor te desgarra
sin escape ni tregua,
el cuerpo se rompe en un grito mudo
y corren los ríos de tu sangre.
A la última alba huele el viento
y no puedes protegerte de las balas,
escudarte de la muerte.


El clavel invencible florece,
cae al agua preclara
y se deshace en sangre.

© de la autora

 

Waldina Mejía Medina - Honduras

La muerte verdadera.

Endurecí mis ojos para que ya no vieran
más pobreza
acallé mis oídos para que ya no oyeran
más dolor
mutilé mi esperanza para que ya no hablara
más Justicia
emparedé mi alma para que ya no amara
la Verdad
y cuando así maté lo más hermoso
me hice duro caucho
que no sonrió, no amó, ni siquiera lloró
mi propia muerte
porque la merecía
para siempre.

© de la autora

 

Norma Segades - Manias - Argentina

Réquiem por los pájaros.

Si cerraba los ojos podía ver al abuelo dialogando con el señor moreno, de sombrero pajizo; a ella misma, observándolos, sentada sobre el pasto; y a las voces, pesadas, detenidas en el aire de enero. Nombraban la ciudad donde estaban juzgando el horror de algunos crímenes que deben mantenerse bien lejos del alcance de los niños. Hablaban de sus hombres y mujeres jurando, hasta el cansancio, que ninguno sabía el destino final de aquellos trenes...
¡Qué estúpidos! - recordaba haber pensado para sí, antes de dibujar con una rama en la piel caliente de la tierra la palabra mentira... y concluir, finalmente- Debe ser algún cuento. No puede haber un pueblo lleno de mentirosos... Se sabe que los trenes siempre nos llevan a un destino cierto.
Claro está que el abuelo se había ido hacía ya largos calendarios y ella siguió la vida, olvidó los detalles, como siempre sucede. Sufrió sus desengaños, sus tristezas; inauguró la culpa y ese vacío absurdo que durante cien lunas se le alojó en el pecho.
Un día se casó. Renunció a todo. La absorbieron los hijos, el mercado, la casa, los caprichos de Juan a quien se sometió intencionalmente para purgar sus deudas y así poder resucitarse.
El mundo era una cosa que existía fuera de sus silencios. Los vecinos hablaban, contaban sucedidos. Una pareja joven. Allá en aquella esquina. ¿La recordás? Pasaban por las tardes con la bolsa de compras. Deben haber tenido armas, por supuesto. No le quedó remedio a los milicos. Así quedó la casa. ¡Pobre del propietario!. No, ver no vimos nada, rodearon la manzana,... pero fue un tiroteo interminable. Sacaron tres cadáveres, nadie sabe quién era, parece que la madre y... ya lo escuchó a Camps, son riesgos que se corren... se sabe que las balas nunca piensan...
Ella hacía las compras, jabonaba pañales, enjuagaba y tendía. No había dinero para descartables. Pasaba por las tardes con su sonrisa enorme.
Después llegó el mundial y aquella ceremonia con los niños vestiditos de blanco. Todo tan ordenado y prolijo y perfecto. Y los partidos que miraban desde lo tibiecito de la cama donde se refugiaban. Era invierno, hacía frío. Preparaba pasteles con dulce de membrillo. Comían acostados mientras las calles eran un desierto que de pronto estallaba en miles de gargantas sumidas en el éxtasis del triunfo.
Y de golpe, la copa. El mundo en esas manos anónimas que anduvieron la calle envueltos en banderas. Vecinos que corrían a expresar su alegría sobre los bulevares. Los niños que querían llevar la patria a cuestas. Ella pidiéndole a su esposo que fuera a acompañarlos. Justamente a Juan, inquilino de su rabia, gritando, histérico, que él no se prestaba... que todo era ficticio, una grandiosa farsa para esconder la mugre debajo de la alfombra. Y la amiga, en la puerta, esperando que alzara a la pequeña mientras su hijo entonaba las canciones con otros amiguitos y toda la ciudad era una fiesta.
Y luego, continuar caminando su mundo de manteles, de risas controladas, de limpieza; de hacer brillar los pisos; de comprar los adornos económicos para tantas repisas. Disimulando siempre la pobreza con sus manos groseras, casi toscas, dos simples instrumentos de trabajo que anhelaban caricias.
Y el regreso, la vida en democracia con los acusadores testimonios, índices torvos, corazones de lesa indiferencia, expedientes, volúmenes de nunca más indulto obediencia debida... la nostalgia trayéndole el recuerdo de aquel pueblo europeo en el ’45 mordiendo la derrota y la vergüenza, murmurando: nosotros no sabíamos dónde iban los trenes.
Mientras su culpa busca a los que faltan, los pañuelos blancos se disfrazan de jueves en la plaza reclamando un retazo de memoria para aquellos que fueron otros hijos y Scilingo no sabe qué hacer con su conciencia porque volé la muerte con capucha mientras la noche era siniestra y lúgubre y el Río de la Plata se convertía en un sepulcro enorme cobijando el secreto inconfesable.
Y ella; loca-demente-culpable-cómplice del silencio, incapaz absoluta de pensar-darse cuenta de la gran mascarada; ahora que lo sabe, que por fin se da cuenta de que hay pájaros perdidos en la historia y hay historias perdidas sin los pájaros. Y algo peor todavía; ahora que comprende que no pudo evitar salir con la bandera; que no se atrevió nunca a decirle a su padre que se fuera a la mierda cuando juzgaba con su voz solemne que no quedaban dudas, que algo habrán hecho, que en algo habrán andado. Que le vendieron un mundial de fútbol y ella compró su cuota de bandera y su correspondiente oblea distintiva de derechos y humanos porque aquí, en este sitio, todo estaba ordenado, nunca pasaba nada, habíamos blanqueado los parques y las plazas. Si se encontraban nidos destrozados era porque ensuciaban las veredas y aquí, de pronto, todos fuimos limpios y los hombres vistieron como hombres, usaban pelo corto y nadie se metía donde no lo llamaban... y hasta Dios prefirió guardar silencio... y no estamos seguros que murieran los pájaros porque nunca encontraron los cadáveres.

© de la autora


Esther Andradi - Argentina/Alemania

Dios soy yo.

Ibrahim Abdullah se rasgó la barbilla con sus dedos metálicos. ¿Cómo podría escribir? En la batalla había perdido el anular y el índice, y el pulgar aquel, que una vez compuso, era apenas una burda maniobra en el aire. Comprobó. Sintió que el metal le aplastaba la memoria del tacto, pero no tenía alternativa. Había que hacerlo. El Supremo Ministro le había encomendado esta misión. Reescribir. A él, nada menos que a él, mano derecha de Hermeneutes, el Director de las bibliotecas incendiadas, definitivamente arrasadas, letra sobre letra. Ahora le encargaban la reconstrucción. Los habían capturado juntos, pero mientras a Ibrahim lo trasladaron a una bóveda del hospital para curarlo, al viejo, que se resistió en todo momento a colaborar, lo encerraron en la cripta de la luz.
Habían recorrido cientos de kilómetros con ese destartalado vehículo. Nadie que conociese los riesgos de manejar se hubiera atrevido como ellos. No hablaban. Parecía que hubieran perdido la costumbre de la palabra, le explicaron a los puñetazos e hicieron sonar interjecciones en sus mandíbulas y oídos. Finalmente uno de los emisarios del Supremo le descubrió la cara magullada y habló:
–¿Te vas a acordar o no?
Para Ibrahim Abdullah la pregunta era su pesadilla. Todo lo había soportado, sin conmoción alguna, hasta que supo que la desaparición de los tesoros impresos era irreversible, tanto como la gravedad de Hermeneutes, su maestro, y la misión que el Supremo le adjudicaba ahora a Ibrahim, para que elija entre reescribir, o no ser. Como su pasado. Acordarse podría quizás, pero nunca iba a ser como el original.
–Y qué importa –le contestó groseramente la figura–. Ya no quedan originales en ninguna parte para comparar.
Volvieron a amenazarlo.
–El único original eres tú.
Las carcajadas retumbaron en sus oídos.
No podía creerlo. Memorioso había sido siempre, pero esto era mucho más de lo que podía imaginarse. ¿Escribir de memoria los textos...?
–Bueno, no todos, sólo aquello que el Supremo quiera, se entiende.
La guerra no había acabado ni con las calculadoras ni con las bóvedas del tesoro en los bancos, pero sí con la letra impresa: no había bibliotecas particulares posibles y desde que el Estado obligó a los ciudadanos a deshacerse de libros y papeles, toda palabra escrita se había perdido. Ibrahim sintió una angustia inconmensurable en la garganta, una contricción severa en el torso y le pareció que estaba partiéndosele el corazón, pero ni morirse lo dejaron.
Muertos los libros, vivan los libros, hubiera deseado pronunciar Ibrahim, pero calló. No eran tiempos éstos para abrir la boca. Una vez en el hospital, fue rescatado de la horda militar por Kalostro, el sacerdote.
–Olvídate –le pidió Kalostro, dueño y cancerbero, que desde entonces abría y cerraba la puerta de su celda.
Y depositó sobre sus rodillas esa máquina que se convirtió en su único contacto con el afuera..
–Es algo del otro mundo –susurró.
La habían encontrado en el fondo de la ciénaga, la menos oscura y tenebrosa, que ya llegaba hasta el hospital de campaña. Era un aparato pequeño, como un mínimo órgano lleno de teclados semejante a la Klavier que alguna vez tuvo Hermeneutes, aquel que hoy lloraba en la cripta de la luz cada vez que se escondía el sol, porque recuerda.
–Al fin y al cabo, el aniquilamiento no es tan problemático –le confió el sacerdote Kalostro–. La censura tendrá menos trabajo a partir de ahora.
El alivio del prelado sonó como una advertencia para Ibrahim Abdullah, condenado a sobrevivir el campo de batalla y la destrucción posterior para ver como el desierto extendía sus lenguas sobre los ancestros, devorándose lo que una vez fue vergel. La tierra, o como quiera que se llame, era ahora esa esponja llena de esquirlas que veía por el monitor del aparato que le entregó Kalostro.
–Serás el escribiente de la nueva era –seducía Kalostro al joven Ibrahim, que ya se sentía huérfano como discípulo–. ¿No decías que conocías los textos? ¿No eras acaso el terror de la documentación y la investigación? Ahora serás quien resucitará lo muerto y reconstruirás las palabras que recuerdes, serás el almacén de este resto de humanidad para que se sepa que somos poderosos, pero la aniquilación nos es ajena...
Kalostro se secó la frente como si el cinismo de su discurso le hubiera provocado algún escrúpulo.
¿Cuánto pesa un escrúpulo, Hermeneutes? ¿Cuánto? Rogó, gimió, se retorció Ibrahim, pero no había caso. Su Maestro ya no estaba ahí para responder, acaso no estaría más para nada, había quedado solo, definitivamente solo en esta tierra que alguna vez también había sido suya, de ambos, de millones, pero ahora ya no se podía caminar por ella ni usar las piernas, los que aún las tuviesen. La tierra que había sido de todos y de todas se había convertido en una ciénaga de plástico mortal para quien se aventurase fuera de su cápsula.
–Aunque los más pobres lo intentan –le contó Kalostro en un ímpetu de sinceramiento–, como no les queda otra... verás, siempre hay alguna loca que se atreve a quitarse todo y a gritar a la intemperie.
Y el monitor de la pequeña máquina se iluminaba para revelar el mundo exterior.
Ganas de eles, pensó Ibrahim. Morir por una lápida, lámina, lacerante, litigio, luz, lagar, lilith, leer pidió.
–Lágrimas –agregó el sacerdote–. Lágrimas y látigo te faltan.
Desde entonces practicaba. Todas las tardes, desnudo y silencioso, mutaba sonidos, palabras, letras, gárgaras, todo lo que pueda ser que no haya sido. Pero hasta ahora no le había sido posible reencontrar ni reescribir ni confirmar alguno de los antiguos escritos. El viejo Hermeneutes, en tanto, se retorcía durante los interrogatorios en la cripta blanca y pulcra y rechinaba por un poco de sombra. Basta ya de luz, déjenme en paz, bramaba el prisionero, mientras Ibrahim Abdullah tomaba nota de cualquier cosa que recitase el viejo Maestro.
Aquella tarde, Hermeneutes había despertado de su letargo y se abalanzó como gato enloquecido sobre Ibrahim, volvió a escupir como cuando lo habían recogido en la biblioteca humeante, mientras sus escribas se hundían en la ciénaga de plástico para siempre. Con ella desaparecían también las láminas, los mensajes, el papel, la última fibra de luz donde alguna vez habían dejado sus huellas los seres. Ninguno de los asesinos lloró. Definitivamente aliviados, los saqueadores se dedicaron a la farra viva de lotearse las escrituras y después eliminarlas para siempre. No habrá nada que las recuerde ni palabras que digan que alguna vez fueron, de aquí en más no serán nunca jamás y para siempre estarán fuera del mundo y el olvido. Perecederas serán. Fue la condena.
¿Cuán amplio es el olvido? ¿De qué color son sus praderas? Será como la pampa, acaso, como el desierto, los contornos bajo el hacha, se preguntó Ibrahim. En vano. Nadie vendrá a responderle. El viejo Hermeneutes acababa de expirar. Su vida ya no será. Su memoria tampoco. Y el viejo se hundió lentamente en la hirviente textura de la ciénaga que como todos saben, encierra el paraíso.
Entonces Ibrahim Abdullah comenzó a escribir, tembloroso, con sus dedos metálicos, aquello que le dictara su memoria, embelesado, poseso, como si copiara de algún papiro imaginario reflotado por un instante del olvido.
–Muéstrame lo tuyo, Ibrahim –le sobó el lomo por la noche el Supremo, que amaba el perfume de los jóvenes más que cualquier otro sentido y que hubiera dado gran parte de ese reino maldito por un poco más de belleza y menos de codicia. Pero, ah, la perra vida siempre se salía con la suya. Husmeó por sobre el hombro del joven, reconoció aquella frase que reproducía el monitor y entonces supo que todo comenzaría de nuevo.
–Lindo tu apócrifo, muchacho, dijo, y leyó en voz alta como si supiera:
“hen un lugar de La Mancha de cullo nonvre no quiero hacordarme...”

© de la autora

Amanda Pedrozo - Paraguay

El señor de la noche.

Rosalí estuvo todos esos días pensativa. Miraba desde su sillón de mimbre a su nieta que cantaba, perdida en un sueño repetido, donde se le aparecía el amante nocturno con su olor a monte y misterio, destapándola despacito para ir hundiéndose después con fuerza en su cuerpo, sin decir una sola palabra. La nieta Atilana había cambiado desde entonces. Ella, la tristona, estaba loca de contento. Ella, la que no paraba de contar sus penas, callaba tercamente ahora, pero en vano: se le notaba a la legua que andaba en amores...
El tronco como desnudo de la nieta, los pasos que no se oían al borde de la cama, sino más lejos y como afuera bajo los mangos, el olor a sobaco húmedo que quedaba pegado hasta en las paredes de tacuara y barro colorado después de que el amado intruso hurgara bajo el camisón de bombasí rosado de Atilana, sin que ésta hiciera nada, salvo exhalar su olor nuevo para juntarlo con el otro aroma casi desvanecedor, fueron haciendo el injusto milagro de rejuvenecer a la anciana sin lograr traerla devuelta de su carne machucada sin remedio.
De día, no podía dormir. Quería apropiarse con los ojos de Atilana. A veces le dolían las arrugas cuando con su escasa vista percibía un arañazo en los hombros carnosos de la muchacha o un moretón azulado en el cuello. De noche, tampoco podía, porque esperaba con los ojos prendidos en la oscuridad el andar extraño que no se podía oír, sino sentir solamente. Se había llegado a comer un poco de tabaco que él, en su silenciosa puntualidad nocturna, dejó tirado en el borde del catre.
A Rosalí le sirvió la pequeña sustancia marrón para el día entero. Se la pasó mascando de a puchitos, hasta que tuvo que resignarse a tragarse con la saliva terrosa el último resto de sueño que le quedaba. Después se quedó pensativa en el sillón de mimbre, fraguando la felicidad, el colmo, el desespero amoroso.
Esa noche iba a concretar la locura. Ni pudo tragarse el guiso de pájaros que Atilana preparó casi sin darse cuenta. La muchacha así venía haciendo todas las cosas en los últimos días, desde que empezó a florecer en la humedad de la noche. Así que Rosalí enredó tanto las cosas, inventó las mil y una, y entre vuelta y vuelta de cuentos que iba soltando a la nieta, ésta no pudo rechazar un vasito de guaripola. A un vasito siguió otro, y finalmente Atilana terminó durmiendo en la cama de su abuela, y ésta se tumbó en el catre de la muchacha, envuelta en el camisón rosado de bombasí que olía a una flor y a un cielo cargado de lluvia.
Llegada la medianoche, Rosalí tenía el cuerpo dispuesto, aunque el cuerpo no hacía honor a su arrebato. Primero, en la noche, se sintió una alteración de gallinas desde la esquina del tatakua. Después, el viento pareció detenerse sobre la puerta y Rosalí sintió con el olfato que él, el amado silencioso, ya estaba allí, que la tocaba casi, que lo tenía encima, hurgándole el camisón rosado de bombasí con una violencia increíble, que la arrojó sobre sí misma y la replegó con su sorpresa y locura. En el centro mismo de un relámpago, tuvo todas las certezas en un solo instante.
Lo vio, más fuerza que cuerpo, más negro que el más oscuro de los pecados, más húmedo que la respiración del abuelo cuando el asma lo sumía en la demencia. Puro pelos y ojos encendidos, el amado sustraído por una noche, el apenas entrevisto, silbó una sola vez, y la estranguló. Dijeron al día siguiente los otros nietos, que el Señor de la Noche, aquel cuya nombre en guaraní no debía ser jamás pronunciado, había estado en la casa, y que había matado a Rosalí para violar a Atilana, que empezó a vagar su delirio incurable desde ese momento y para siempre, bajo los mangos frondosos y la dudosa soledad del tatakua.

© de la autora

Amanda Pedrozo - Paraguay

Reflexión

Si no tuviera
este enjambre de amor en el pecho
sería perfecto
vivir a tu lado buenamente
como se recomienda
palidecer contándote cuentos
acerca de nietos y de insecticidas.

Si no tuviera
los pies incontrolables
sería edificante
comerme las preguntas
esperarte quieta
con una sombra leve en la manos
limándose las uñas.

Si no tuviera
traumas y pecados inmortales
probablemente
estaría cometiendo padrenuestros
y en silencio
buscaría entre las sacaras palabras
alguna que permitiera la desobediencia.

Si no tuviera
tantos argumentos indecentes
estaría mirando
cómo el aburrimiento
crece
y no sería ésta que te piensa ahora
sobre otro cuerpo
y otra calle
en otra noche.

© de la autora

 

Pilar Romano - Argentina

Misión.

Vi el sendero tendido ante mí
y vengo,
con mis sandalias, mi nostalgia, mi oscuridad.
Tal vez un poco extraña, conmovida,
segura de tener por delante
algún tipo de misión.
...el sol sigue girando en el centro,
abrazando los verdes
con esa furia de luz poderosa.
También siguen
el olor a pasto fresco
y a ciudad fatigada.
Pero hay cosas que debo ayudar a cambiar,
por ejemplo,
encontrar un modo nuevo
de responder al lenguaje
con que nos habla la in-humanidad,
Tal vez palabras de ángeles
pronunciadas con cautela,
tal vez el idioma del coraje y la lealtad.
Pero no más movimientos de hombros
como única respuesta.

© de la autora

Rubén Vela - Argentina

Rubén Vela - Argentina

Maneras de luchar.

Que no me digan
que escriben simplemente,
que dicen el poema
sin pensarlo siquiera.
Que él nace porque sí.
Es un arduo trabajo,
un oficio de herreros,
un hacer proletario.
Un cansancio que continuará mañana.
Que no me digan
que se hacen poemas sin sudores,
sin una larga y violenta jornada de trabajo.
Tengo las manos como las de un labriego,
duras, gastadas, llenas de poemas.

© del autor



Olga Orozco - Argentina

Olga Orozco - Argentina

Densos velos te cubren, poesía.

No es en este volcán que hay debajo de mi lengua falaz donde te busco,
ni es esta espuma azul que hierve y cristaliza en mi cabeza,
sino en esas regiones que cambian de lugar cuando se nombran,
como el secreto yo y las indescifrables colonias de otro mundo.
Noches y días con los ojos abiertos bajo el insoportable parpadeo del sol,
atisbando en el cielo una señal,
la sombra de un eclipse fulgurante sobre el rostro del tiempo,
una fisura blanca como un tajo de Dios en la muralla del planeta.
Algo con que alumbrar las sílabas dispersas de un código perdido
para poder leer en estas piedras mi costado invisible.
Pero ningún pentecostés de alas ardientes desciende sobre mí.
¡Variaciones del humo,
retazos de tinieblas con máscaras de plomo,
meteoros innominados que me sustraen la visión entre un batir de puertas!
Noches y días fortificada en la clausura de esta piel,
escarbando en la sangre como un topo,
removiendo en los huesos las fundaciones y las lápidas,
en busca de un indicio como de un talismán que me revierta la división y la caída.
¿Dónde fue sepultada la semilla de mi pequeño verbo aún sin formular?
¿En qué Delfos perdido en la corriente suben como el vapor las voces desasidas que reclaman mi voz para manifestarse?
¿Y cómo asir el signo a la deriva -ese y no cualquier otro-en que debe encarnar cada fragmento de este inmenso silencio?
No hay respuesta que estalle como una constelación entre harapos nocturnos.
¡Apenas si fantasmas insondables de las profundidades,
territorios que comunican con pantanos,
astillas de palabras y guijarros que se disuelven en la insoluble nada!
Sin embargo ahora mismo
o alguna vez no sé quién sabe puede ser
a través de las dobles espesuras que cierran la salida
o acaso suspendida por un error de siglos en la red del instante
creí verte surgir como una isla
quizás como una barca entre las nubes
o un castillo en el que alguien canta
o una gruta que avanza tormentosa con todos los sobrenaturales fuegos encendidos.
¡Ah las manos cortadas, los ojos que encandilan y el oído que atruena!
¡Un puñado de polvo, mis vocablos!

© de los herederos de la autora

Pablo Neruda - Chile

Pablo Neruda - Chile

Sobre una poesía sin pureza.

Es muy conveniente, en ciertas horas del día o de la noche, observar profundamente los objetos en descanso: Las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias, soportando grandes cargas vegetales o minerales, los sacos de las carbonerías, los barriles, las cestas, los mangos y asas de los instrumentos de carpinteros. De ellos se desprende el contacto del hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico. Las superficies usadas, el gasto que las manos han infligido a las cosas, la atmósfera a menudo trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de atracción no despreciable hacia la realidad del mundo. La confusa impureza de los seres humanos se percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso de los materiales, las huellas del pie y de los dedos, la constancia de una atmósfera humana inundando las cosas desde lo interno y lo externo. Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos. La sagrada ley del madrigal y los decretos del tacto, olfato, gusto, vista, oído, el deseo de justicia, el deseo sexual, el ruido del océano, sin excluir deliberadamente nada, la entrada en la profundidad de las cosas en un acto de arrebatado amor, y el producto poesía manchado de palomas digitales, Con huellas de diente y hielo, roído tal vez levemente por el sudor y uso. Hasta alcanzar esa dulce superficie del instrumento tocado sin descanso, esa suavidad durísima de la madera manejada, del orgulloso hierro. La flor, el trigo, el agua tienen también esa consistencia especial, ese recurso de un magnifico tacto. Y no olvidemos nunca la melancolía, el gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros de maravillosa calidad olvidada, dejados atrás por el frenético libresco: la luz de la luna, el cisne en el anochecer, "corazón mío" son sin duda lo poético elemental e imprescindible. Quien huye del mal gusto cae en el hielo.
(Para nacer he nacido)

© de los herederos del autor


Raúl Gustavo Aguirre - Argentina

Raúl Gustavo Aguirre - Argentina

Acerca de la poesía.

"El ejercicio de la poesía siempre se tratará de una tragedia, y para colmo, de una tragedia solitaria: mal leídos y peor comprendidos, los verdaderos poetas, a pesar de las apariencias, son (desde el punto de vista del público) póstumos. La ventura del poeta es otra: consiste en realizarse en su supremo acto de comunicación (que es siempre un don, una entrega de sí mismo a los otros), realizarse en el acto supremo del poema. Y allí termina lo principal. El resto es circunstancia, azar, ruido o silencio de la feria, y nada más."
(de una carta de Raúl Gustavo Aguirre)

© de los herederos del autor


Juan Gelman - Argentina

Juan Gelman - Argentina

Arte poética.

Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío,
como un amo implacable
me obliga a trabajar de día, de noche,
con dolor, con amor,
bajo la lluvia, en la catástrofe,
cuando se abren los brazos de la ternura o del alma,
cuando la enfermedad hunde las manos.
A este oficio me obligan los dolores ajenos,
las lágrimas, los pañuelos saludadores,
las promesas en medio del otoño o del fuego,
los besos del encuentro, los besos del adiós,
todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.
Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos,
rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.

© del autor

Armando Tejada Gómez - Argentina

Armando Tejada Gómez - Argentina

Amo.

Amo,
como el que más,
mientras cruzo la vida,
el decoro apacible
de las grandes familias
cuando ponen la mesa festiva de diciembre
y suena a cancionero el pan de la alegría.
Amo,
sin vuelta de hoja,
la ternura del día,
la sal, el noble vino,
la abundante comida
y tengo a esa hora coral cierta evidencia,
cierta noción de júbilo
de raíz en sí misma.
¿Has estado en diciembre como en un campanario
compartiendo el decoro y el pan de las familias?
¡Salud, hermano lejos,
mientras cruzas la vida!

© de los herederos del autor

Pilar Romano - Argentina

Pilar Romano - Argentina

Tiempo de lavar.

No estaba pensando en él. En realidad no estaba pensando en nada, sin embargo su mente, o su alma —quién sabe dónde dormitan estas determinaciones— se llenó de golpe con la decisión de que lo perdonaría. Después de todo, la culpable era ella, por haberse enamorado de un hombre que llevaba en el bolsillo una máscara.
Miró hacia el pequeño jardín; el viento levantaba un polvo seco y agitaba los tallos de las plantas que hacía por lo menos una semana no regaba. Contra un cielo casi metálico revoloteaban, como todas los días a esa hora, unos pájaros parecidos a pedazos de papel chamuscado mecidos por el aire que seguramente también se movía allá arriba. «Cuando extienda la ropa se volverá a ensuciar», pensó, pero siguió cargando con polvo de jabón el lavarropas, como si sus acciones estuvieran desconectadas de la razón.
Sintió que debía hacer un esfuerzo y pensar. Quería estar segura de lo que haría antes de que volviera el fastidio de la noche para enredarla en la incertidumbre. A esa hora el destino siempre le mostraba incertidumbre. Debía estar segura antes de oír de nuevo las palabras de brujo con que él había alquilado su destino, segura antes de ceder a la tentación de encender la lámpara y bailar con falda de gitana sobre las promesas incumplidas.
Aunque no lograra pensar, estaba segura de que lo perdonaría.
«Siempre me inquietó el blanco», recordó; quizá por eso su gata Elka era negra. Sintió el roce tibio de la piel peluda de Elka rozándole las pantorrillas, mientras el polvo blanco del jabón seguía dispersándose sobre el agua. ¿Cuánto haría que sostenía el envase que terminaba de abrir? ¿No sería ya suficiente?
«Debería haber maridos descartables», siguió divagando, «como este envase, como maniquíes casi, pero medio humanos; serían mejores que estos otros con la fidelidad de un gato montés.» Hizo un repaso de las aventuras de Javier, de aquellas que había logrado soportar y digerir. Lo había absuelto en todas, incluso en la última. Menos una: nunca, hasta ese momento, había podido perdonarle aquélla con la catequista de Elenita. Estaba la nena de por medio. Por la nena había conocido a esa falsa aprendiz de monjita. El episodio se le aparecía siempre como una obscenidad navegando en agua bendita.
Y de pronto, en esa siesta de otoño, la súbita e infundada sensación de que podía perdonarlo. «¿No será demasiado jabón?» Suspendió la carga al sentir un insobornable deseo de descansar, aunque fuera por un rato. Puso en marcha el lavarropas y se sentó en una de las sillas del patio. Quiso tomar a Elka para acariciarla sobre su regazo, pero ella se alejó. «Qué raro...», el olor a jabón en polvo siempre la hizo estornudar... Con los ojos semicerrados, vio cómo la espuma empezaba a desbordarse, a avanzar hacia ella, a ocuparlo todo, pero su mente nada podía articular, salvo la idea de que lo había perdonado. Luego iría al dormitorio para decírselo. Por ahora, se abandonaría a esa placentera experiencia de flotar sobre la espuma, sentada en su silla, recorriendo toda la casa, rodeada de un blanco que por primera vez le pareció bellísimo, interrumpido tan sólo por el luctuoso morado de una de las medias de Javier que se había escapado de la lavadora y flotaba junto a ella.

La silla, arrastrada por la espuma, entró con ella por la puerta de la cocina y le pareció que las tapas de las cacerolas hacían un sonido semejante al de una fanfarria. Luego pasó al comedor; aún no había retirado el mantel del almuerzo. Siguió hasta el cuarto de Elenita y no le pareció vacío esta vez. Ella no estaba pero no le pareció vacío. Desde allí flotó por un pasillo hacia el dormitorio donde descansaba Javier, casi no se lo veía a Javier, tapado por la espuma. Usando las manos como aletas de foca logró dejar el rostro y el torso al descubierto... esa leve cicatriz en el labio inferior que la había incitado a averiguar qué gusto tenía... y esas manos como para dejarlas hacer... no lo despertaría ahora, le hablaría más tarde de su perdón.
La corriente de espuma la acercó a la ventana, que se abrió casi reverente. Su cuerpo le parecía poco más que un juguete, apenas una pequeña pieza de ajedrez en medio de una tregua sin mentiras, apenas el marco de un viejo cuadro que alguien decide descolgar.
Sintió que todo lo que sabía dejaba de tener sentido y no reconoció los lugares por donde iba; le pareció que ella tenía infinidad de nombres y que había infinitos nombres para llamar a las otras personas y a las cosas, que había vuelto a ser pura y que ya nadie, detrás de la espuma, la reconocería.

© de la autora

 

Esther Andradi - Argentina/Alemania

Esther Andradi - Argentina/Alemania

La Ilíaca

Apuntes autobiográficos (fragmento)

En Alejandría me desollaron viva:
con erizos una turba arrancó mi piel después de asaltarme en nombre de su dios,
en su honor quemaron la Biblioteca,
bien dicen que las llamas apaciguan a las fieras,
cenizas al viento,
y jamás hubo quien pudiese reproducir mis papiros;
también mis discípulos hirvieron en el odio,
desde entonces el fuego viene escribiendo mis memorias
En Tebas un toro hundió su guampa en mi pelvis
frente a un coro de fanáticos que me había llevado hasta allí para condenar
de esa forma y para siempre
la rotación de mis caderas,
mientras me desangraba apostaban sus tesoros entre ellos
por saber si me había gustado
y alguno que otro me musitó al oído su gangosa apetencia,
así veneraron los nobles mis poderes
En Europa el potro se comía mi carne a dentelladas
y en China mis pies eran reducidos a lágrima viva
recortados-asfixiados-calibrados por torturadores de gota gorda
que anhelaban un instrumento para atenuar sus hemorroides
Alejandro se ensañó con los hijos de mi vientre cuando me negué a bailar para la tropa,
y varios generales cuyos nombres ya son pasto del olvido
arrojaron sus excrecencias sobre mi piel mientras amamantaba,
la pira que elevaron con los cuerpos de mi prole incendió el aire con ácido de miedo
me taparon la boca con hierros candentes,
con cal viva cosieron mis oídos,
con conchas de nácar desgarraron mi piel,
con sus espadas reventaron mis ojos,
penetraron con sus hedores mis narices
pero no pudieron aniquilarme ni matarme ni dormirme ni mutilarme ni rendirme ni pudrirme ni dispersarme ni desarmarme ni contagiarme
ni eliminar de una vez y para siempre el deseo de mí que hierve en todos sus cuerpos desde que estoy y soy como he sido
con pasión y memoria
porque también es cierto que en oriente mi vacío inspiró templos sagrados,
en Delfos mi matriz narraba el futuro,
Afrodita llamó Histeria a sus orgías para celebrarme
y hasta la nave central de las construcciones del dios de occidente evoca mi centro sin nombrarlo
y si es verdad que en las células viene escrito el preceder,
el placer de conocer está grabado en todos los idiomas de esta casa mía,
aún bloqueados los muros,
cerradas sus puertas,
el derrumbe sin embargo no es cosa de encantamiento,
miles y miles de años acunando sabiduría no es un día ni un mes,
vuelvo ahora para marcar territorio,
a zambullirme entre hemisferios,
a soñar en varias dimensiones el devenir,
ávido por recuperar la vibración de mis oídos,
sordo de tanto ruido recurro al trípode de mis huesos, incinerado, muerto y sepultado y sin poder callarlo,
entre cada minuto-segundo-instante cuando el latido reproduce en mi interior el engranaje que me condena y salva,
me arroja y sostiene,
me embellece y asombra,
rotación del tiempo,
detenido y quieto,
y vuelvo a rodar por mis caderas en este punto donde traigo al mundo el mundo,
arco donde amanece,
ilión que abre paso a la criatura,
clavícula destinal,
pendiente de hueso ésta es mi ilíaca,
compositora de música sin que alguien la entone,
dueña del himno que nadie canta,
origen de la palabra que no la nombra,
generadora de la historia que no la recuerda,
materia oscura que se danza el universo,
ésta es mi ilíaca,
tómala si puedes,
quémate los dedos,
piérdete en mi saqueo,
gózate con mi leyenda,
aquiétate en las aguas de mi sangre
y espera a que te alumbre ahora y en la hora de esta biografía:
Tengo dolores de parto.
Mi hija nacerá hoy de estos escombros,
mi cuerpo vuelve a cumplir veinte como tenía ella cuando se la llevaron,
y aquí estoy yo,
una doña como me llaman mis vecinas,
un trasto inútil para el patrón que me despide,
una loca perdida para el milico que me golpea,
una señora admirable según mi viejo que en paz descanse.
Yo sigo regando malvones.
Si mañana graniza, no me importa, los meteré adentro.
Y que viva la noche.
Me desabrocho la blusa. Como mi hija en primavera.
Sumerjo los pies en la palangana con agua caliente. Como mi hija en invierno.
Rezo las palabras secretas. Como mi hija en silencio.
Y que viva el sol.
Me pongo un sombrero para pasar el verano.
Como mi hija.
Por mi hija.
La que nació un día de mí.
La que nace de mí otra vez mientras sigo cumpliendo siglos

Nota - Ilion: hueso que forma el saliente de la cadera, el cual junto al isquion y el pubis forma el llamado “hueso innominado o iliaco” (María Moliner, Diccionario de uso del español)

© de la autora

Graciela Geller - Argentina

Graciela Geller - Argentina

La familia bien gracias.

sigue sus huellas
huele su olor por las veredas
contrata ojos suplementarios
pacta con dios y con el diablo
gasta su antorcha en extramuros
nada ahorra para sus profundas entretelas
espejo dieta vestidos
pinta sus lágrimas con el exacto color de esta temporada
y aguarda aguarda a que él le diga
pero él no dice
¡es que está tan ocupado!
en sus trabajos en sus dineros en su automóvil
y en apuntar las brújulas hacia su propio ombligo
por sobre todo
por sobre ella
por sobre todas
-¿y la familia?
ay mujerque grita su orgasmo de rutina
muy cuidadosa ya que sus niños pared por medio
eso sí: no tan seguido
salteando meses
cuando Rutina manda que sea usada como una esposa
ah mujer
devota y enemiga
tan feliz cuando en el pino de diciembre él le cuelga esa mirada
como cuando lo descubre en falta
porque sólo así puede
porque así impone y exige y quiebra
y le confía a las amigas
que por fin lo ha apresado de los testículos (en lunfardo)
-bien gracias
así las cosas espera el climax
y en medio del loco instante
le pregunta si aún la quiere
y él que sí claro
que como el primer día
Estos son los amores que le contaba.
Amores de los dientes para afuera.
Amores para toda la vida.

© de los herederos de la autora

Adriana Díaz Crosta - Argentina

Adriana Díaz Crosta - Argentina

Los puños de la paloma.

Una gota de cartón
una mano
mirando hacia arriba
un pico mordiendo
la intemperie
una sangre descuidada
pisada por la calle.
Detrás de un paisaje de plumas
nosotros
con una fe descobijada
y lunas desnudas
y vuelos de barro
nosotros
entre sudadas azucenas
y estetoscopios caídos
y puños masticando el aire.
Un racimo
desmigajado
un canto ardido
un hijo que se va
un matutino cerrado
un pensamiento debajo de la mesa
el parto de una flor
un sueño en remojo
por la boca
de la palangana
nosotros

una cólera de palomas.

© de los herederos

Adriana Díaz Crosta nació en Santa Fe el 11 de enero de 1960. "Los puños de la paloma" fue el título elegido por ella para su libro primogénito. Murió en Santo Tomé el 25 de mayo de 1995. Tenía 35 años.


Norma Segades - Manias - Argentina

Norma Segades - Manias - Argentina

La escritora.

"... porque hasta el último hálito de vida voy a aferrarme a la conciencia." Leticia Ricárdez (México)

La voz estalla en huecos de conciencia
con un gesto de espiga reclamándole al siglo sus silencios culpables.
La voz se eleva triste, sin ritmo de panfleto admonitorio
ni cadencia de muerte multiplicando coágulos
ni palabras convulsas.
La voz busca engendrarse
con semen de fogatas pulsando en la vigilia,
en el cántaro azul de una esperanza ejercida a mansalva.
La voz quiere ser clara como el agua en la lluvia o la luz en la aurora.
La voz quiere ser largamente pura.
Pero ella no suscribe al disimulo,
renuncia a los secretos, abdica a los disfraces, reniega de mordazas.
Entonces ya no puede consentir los dolores encrespados,
admitir los vendajes que ciegan las pupilas,
omitir la denuncia.
Entonces se apasiona,
entonces se derrama como un bálsamo tibio
entre todas las llagas rigurosas, entre todo el agravio,
entre todos los odios que invaden la intemperie cuando la vida exhibe
sus colmillos de eclipses y penumbras,
inventa algunas treguas tutelares,
alguna fe propicia que le encienda horizontes a pesar del espanto,
algún síntoma breve de escasas indulgencias malheridas,
un resto de plegaria agazapada
que funde otra liturgia...
Pero en el fondo sabe
que algo viene creciendo a través de la pena
que, más allá de la quietud del viento, el hambre anda en jaurías,
que tiene el corazón de pie en las coordenadas del más hondo cansancio,
que tiene el corazón sobre la furia.

© de la autora