Amanda Pedrozo - Paraguay
El señor de la noche.
Rosalí estuvo todos esos días pensativa. Miraba desde su sillón de mimbre a su nieta que cantaba, perdida en un sueño repetido, donde se le aparecía el amante nocturno con su olor a monte y misterio, destapándola despacito para ir hundiéndose después con fuerza en su cuerpo, sin decir una sola palabra. La nieta Atilana había cambiado desde entonces. Ella, la tristona, estaba loca de contento. Ella, la que no paraba de contar sus penas, callaba tercamente ahora, pero en vano: se le notaba a la legua que andaba en amores...
El tronco como desnudo de la nieta, los pasos que no se oían al borde de la cama, sino más lejos y como afuera bajo los mangos, el olor a sobaco húmedo que quedaba pegado hasta en las paredes de tacuara y barro colorado después de que el amado intruso hurgara bajo el camisón de bombasí rosado de Atilana, sin que ésta hiciera nada, salvo exhalar su olor nuevo para juntarlo con el otro aroma casi desvanecedor, fueron haciendo el injusto milagro de rejuvenecer a la anciana sin lograr traerla devuelta de su carne machucada sin remedio.
De día, no podía dormir. Quería apropiarse con los ojos de Atilana. A veces le dolían las arrugas cuando con su escasa vista percibía un arañazo en los hombros carnosos de la muchacha o un moretón azulado en el cuello. De noche, tampoco podía, porque esperaba con los ojos prendidos en la oscuridad el andar extraño que no se podía oír, sino sentir solamente. Se había llegado a comer un poco de tabaco que él, en su silenciosa puntualidad nocturna, dejó tirado en el borde del catre.
A Rosalí le sirvió la pequeña sustancia marrón para el día entero. Se la pasó mascando de a puchitos, hasta que tuvo que resignarse a tragarse con la saliva terrosa el último resto de sueño que le quedaba. Después se quedó pensativa en el sillón de mimbre, fraguando la felicidad, el colmo, el desespero amoroso.
Esa noche iba a concretar la locura. Ni pudo tragarse el guiso de pájaros que Atilana preparó casi sin darse cuenta. La muchacha así venía haciendo todas las cosas en los últimos días, desde que empezó a florecer en la humedad de la noche. Así que Rosalí enredó tanto las cosas, inventó las mil y una, y entre vuelta y vuelta de cuentos que iba soltando a la nieta, ésta no pudo rechazar un vasito de guaripola. A un vasito siguió otro, y finalmente Atilana terminó durmiendo en la cama de su abuela, y ésta se tumbó en el catre de la muchacha, envuelta en el camisón rosado de bombasí que olía a una flor y a un cielo cargado de lluvia.
Llegada la medianoche, Rosalí tenía el cuerpo dispuesto, aunque el cuerpo no hacía honor a su arrebato. Primero, en la noche, se sintió una alteración de gallinas desde la esquina del tatakua. Después, el viento pareció detenerse sobre la puerta y Rosalí sintió con el olfato que él, el amado silencioso, ya estaba allí, que la tocaba casi, que lo tenía encima, hurgándole el camisón rosado de bombasí con una violencia increíble, que la arrojó sobre sí misma y la replegó con su sorpresa y locura. En el centro mismo de un relámpago, tuvo todas las certezas en un solo instante.
Lo vio, más fuerza que cuerpo, más negro que el más oscuro de los pecados, más húmedo que la respiración del abuelo cuando el asma lo sumía en la demencia. Puro pelos y ojos encendidos, el amado sustraído por una noche, el apenas entrevisto, silbó una sola vez, y la estranguló. Dijeron al día siguiente los otros nietos, que el Señor de la Noche, aquel cuya nombre en guaraní no debía ser jamás pronunciado, había estado en la casa, y que había matado a Rosalí para violar a Atilana, que empezó a vagar su delirio incurable desde ese momento y para siempre, bajo los mangos frondosos y la dudosa soledad del tatakua.
© de la autora
Rosalí estuvo todos esos días pensativa. Miraba desde su sillón de mimbre a su nieta que cantaba, perdida en un sueño repetido, donde se le aparecía el amante nocturno con su olor a monte y misterio, destapándola despacito para ir hundiéndose después con fuerza en su cuerpo, sin decir una sola palabra. La nieta Atilana había cambiado desde entonces. Ella, la tristona, estaba loca de contento. Ella, la que no paraba de contar sus penas, callaba tercamente ahora, pero en vano: se le notaba a la legua que andaba en amores...
El tronco como desnudo de la nieta, los pasos que no se oían al borde de la cama, sino más lejos y como afuera bajo los mangos, el olor a sobaco húmedo que quedaba pegado hasta en las paredes de tacuara y barro colorado después de que el amado intruso hurgara bajo el camisón de bombasí rosado de Atilana, sin que ésta hiciera nada, salvo exhalar su olor nuevo para juntarlo con el otro aroma casi desvanecedor, fueron haciendo el injusto milagro de rejuvenecer a la anciana sin lograr traerla devuelta de su carne machucada sin remedio.
De día, no podía dormir. Quería apropiarse con los ojos de Atilana. A veces le dolían las arrugas cuando con su escasa vista percibía un arañazo en los hombros carnosos de la muchacha o un moretón azulado en el cuello. De noche, tampoco podía, porque esperaba con los ojos prendidos en la oscuridad el andar extraño que no se podía oír, sino sentir solamente. Se había llegado a comer un poco de tabaco que él, en su silenciosa puntualidad nocturna, dejó tirado en el borde del catre.
A Rosalí le sirvió la pequeña sustancia marrón para el día entero. Se la pasó mascando de a puchitos, hasta que tuvo que resignarse a tragarse con la saliva terrosa el último resto de sueño que le quedaba. Después se quedó pensativa en el sillón de mimbre, fraguando la felicidad, el colmo, el desespero amoroso.
Esa noche iba a concretar la locura. Ni pudo tragarse el guiso de pájaros que Atilana preparó casi sin darse cuenta. La muchacha así venía haciendo todas las cosas en los últimos días, desde que empezó a florecer en la humedad de la noche. Así que Rosalí enredó tanto las cosas, inventó las mil y una, y entre vuelta y vuelta de cuentos que iba soltando a la nieta, ésta no pudo rechazar un vasito de guaripola. A un vasito siguió otro, y finalmente Atilana terminó durmiendo en la cama de su abuela, y ésta se tumbó en el catre de la muchacha, envuelta en el camisón rosado de bombasí que olía a una flor y a un cielo cargado de lluvia.
Llegada la medianoche, Rosalí tenía el cuerpo dispuesto, aunque el cuerpo no hacía honor a su arrebato. Primero, en la noche, se sintió una alteración de gallinas desde la esquina del tatakua. Después, el viento pareció detenerse sobre la puerta y Rosalí sintió con el olfato que él, el amado silencioso, ya estaba allí, que la tocaba casi, que lo tenía encima, hurgándole el camisón rosado de bombasí con una violencia increíble, que la arrojó sobre sí misma y la replegó con su sorpresa y locura. En el centro mismo de un relámpago, tuvo todas las certezas en un solo instante.
Lo vio, más fuerza que cuerpo, más negro que el más oscuro de los pecados, más húmedo que la respiración del abuelo cuando el asma lo sumía en la demencia. Puro pelos y ojos encendidos, el amado sustraído por una noche, el apenas entrevisto, silbó una sola vez, y la estranguló. Dijeron al día siguiente los otros nietos, que el Señor de la Noche, aquel cuya nombre en guaraní no debía ser jamás pronunciado, había estado en la casa, y que había matado a Rosalí para violar a Atilana, que empezó a vagar su delirio incurable desde ese momento y para siempre, bajo los mangos frondosos y la dudosa soledad del tatakua.
© de la autora
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