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Literatura solidaria

Cuentos

Norma Segades - Manias - Argentina

Réquiem por los pájaros.

Si cerraba los ojos podía ver al abuelo dialogando con el señor moreno, de sombrero pajizo; a ella misma, observándolos, sentada sobre el pasto; y a las voces, pesadas, detenidas en el aire de enero. Nombraban la ciudad donde estaban juzgando el horror de algunos crímenes que deben mantenerse bien lejos del alcance de los niños. Hablaban de sus hombres y mujeres jurando, hasta el cansancio, que ninguno sabía el destino final de aquellos trenes...
¡Qué estúpidos! - recordaba haber pensado para sí, antes de dibujar con una rama en la piel caliente de la tierra la palabra mentira... y concluir, finalmente- Debe ser algún cuento. No puede haber un pueblo lleno de mentirosos... Se sabe que los trenes siempre nos llevan a un destino cierto.
Claro está que el abuelo se había ido hacía ya largos calendarios y ella siguió la vida, olvidó los detalles, como siempre sucede. Sufrió sus desengaños, sus tristezas; inauguró la culpa y ese vacío absurdo que durante cien lunas se le alojó en el pecho.
Un día se casó. Renunció a todo. La absorbieron los hijos, el mercado, la casa, los caprichos de Juan a quien se sometió intencionalmente para purgar sus deudas y así poder resucitarse.
El mundo era una cosa que existía fuera de sus silencios. Los vecinos hablaban, contaban sucedidos. Una pareja joven. Allá en aquella esquina. ¿La recordás? Pasaban por las tardes con la bolsa de compras. Deben haber tenido armas, por supuesto. No le quedó remedio a los milicos. Así quedó la casa. ¡Pobre del propietario!. No, ver no vimos nada, rodearon la manzana,... pero fue un tiroteo interminable. Sacaron tres cadáveres, nadie sabe quién era, parece que la madre y... ya lo escuchó a Camps, son riesgos que se corren... se sabe que las balas nunca piensan...
Ella hacía las compras, jabonaba pañales, enjuagaba y tendía. No había dinero para descartables. Pasaba por las tardes con su sonrisa enorme.
Después llegó el mundial y aquella ceremonia con los niños vestiditos de blanco. Todo tan ordenado y prolijo y perfecto. Y los partidos que miraban desde lo tibiecito de la cama donde se refugiaban. Era invierno, hacía frío. Preparaba pasteles con dulce de membrillo. Comían acostados mientras las calles eran un desierto que de pronto estallaba en miles de gargantas sumidas en el éxtasis del triunfo.
Y de golpe, la copa. El mundo en esas manos anónimas que anduvieron la calle envueltos en banderas. Vecinos que corrían a expresar su alegría sobre los bulevares. Los niños que querían llevar la patria a cuestas. Ella pidiéndole a su esposo que fuera a acompañarlos. Justamente a Juan, inquilino de su rabia, gritando, histérico, que él no se prestaba... que todo era ficticio, una grandiosa farsa para esconder la mugre debajo de la alfombra. Y la amiga, en la puerta, esperando que alzara a la pequeña mientras su hijo entonaba las canciones con otros amiguitos y toda la ciudad era una fiesta.
Y luego, continuar caminando su mundo de manteles, de risas controladas, de limpieza; de hacer brillar los pisos; de comprar los adornos económicos para tantas repisas. Disimulando siempre la pobreza con sus manos groseras, casi toscas, dos simples instrumentos de trabajo que anhelaban caricias.
Y el regreso, la vida en democracia con los acusadores testimonios, índices torvos, corazones de lesa indiferencia, expedientes, volúmenes de nunca más indulto obediencia debida... la nostalgia trayéndole el recuerdo de aquel pueblo europeo en el ’45 mordiendo la derrota y la vergüenza, murmurando: nosotros no sabíamos dónde iban los trenes.
Mientras su culpa busca a los que faltan, los pañuelos blancos se disfrazan de jueves en la plaza reclamando un retazo de memoria para aquellos que fueron otros hijos y Scilingo no sabe qué hacer con su conciencia porque volé la muerte con capucha mientras la noche era siniestra y lúgubre y el Río de la Plata se convertía en un sepulcro enorme cobijando el secreto inconfesable.
Y ella; loca-demente-culpable-cómplice del silencio, incapaz absoluta de pensar-darse cuenta de la gran mascarada; ahora que lo sabe, que por fin se da cuenta de que hay pájaros perdidos en la historia y hay historias perdidas sin los pájaros. Y algo peor todavía; ahora que comprende que no pudo evitar salir con la bandera; que no se atrevió nunca a decirle a su padre que se fuera a la mierda cuando juzgaba con su voz solemne que no quedaban dudas, que algo habrán hecho, que en algo habrán andado. Que le vendieron un mundial de fútbol y ella compró su cuota de bandera y su correspondiente oblea distintiva de derechos y humanos porque aquí, en este sitio, todo estaba ordenado, nunca pasaba nada, habíamos blanqueado los parques y las plazas. Si se encontraban nidos destrozados era porque ensuciaban las veredas y aquí, de pronto, todos fuimos limpios y los hombres vistieron como hombres, usaban pelo corto y nadie se metía donde no lo llamaban... y hasta Dios prefirió guardar silencio... y no estamos seguros que murieran los pájaros porque nunca encontraron los cadáveres.

© de la autora


Esther Andradi - Argentina/Alemania

Dios soy yo.

Ibrahim Abdullah se rasgó la barbilla con sus dedos metálicos. ¿Cómo podría escribir? En la batalla había perdido el anular y el índice, y el pulgar aquel, que una vez compuso, era apenas una burda maniobra en el aire. Comprobó. Sintió que el metal le aplastaba la memoria del tacto, pero no tenía alternativa. Había que hacerlo. El Supremo Ministro le había encomendado esta misión. Reescribir. A él, nada menos que a él, mano derecha de Hermeneutes, el Director de las bibliotecas incendiadas, definitivamente arrasadas, letra sobre letra. Ahora le encargaban la reconstrucción. Los habían capturado juntos, pero mientras a Ibrahim lo trasladaron a una bóveda del hospital para curarlo, al viejo, que se resistió en todo momento a colaborar, lo encerraron en la cripta de la luz.
Habían recorrido cientos de kilómetros con ese destartalado vehículo. Nadie que conociese los riesgos de manejar se hubiera atrevido como ellos. No hablaban. Parecía que hubieran perdido la costumbre de la palabra, le explicaron a los puñetazos e hicieron sonar interjecciones en sus mandíbulas y oídos. Finalmente uno de los emisarios del Supremo le descubrió la cara magullada y habló:
–¿Te vas a acordar o no?
Para Ibrahim Abdullah la pregunta era su pesadilla. Todo lo había soportado, sin conmoción alguna, hasta que supo que la desaparición de los tesoros impresos era irreversible, tanto como la gravedad de Hermeneutes, su maestro, y la misión que el Supremo le adjudicaba ahora a Ibrahim, para que elija entre reescribir, o no ser. Como su pasado. Acordarse podría quizás, pero nunca iba a ser como el original.
–Y qué importa –le contestó groseramente la figura–. Ya no quedan originales en ninguna parte para comparar.
Volvieron a amenazarlo.
–El único original eres tú.
Las carcajadas retumbaron en sus oídos.
No podía creerlo. Memorioso había sido siempre, pero esto era mucho más de lo que podía imaginarse. ¿Escribir de memoria los textos...?
–Bueno, no todos, sólo aquello que el Supremo quiera, se entiende.
La guerra no había acabado ni con las calculadoras ni con las bóvedas del tesoro en los bancos, pero sí con la letra impresa: no había bibliotecas particulares posibles y desde que el Estado obligó a los ciudadanos a deshacerse de libros y papeles, toda palabra escrita se había perdido. Ibrahim sintió una angustia inconmensurable en la garganta, una contricción severa en el torso y le pareció que estaba partiéndosele el corazón, pero ni morirse lo dejaron.
Muertos los libros, vivan los libros, hubiera deseado pronunciar Ibrahim, pero calló. No eran tiempos éstos para abrir la boca. Una vez en el hospital, fue rescatado de la horda militar por Kalostro, el sacerdote.
–Olvídate –le pidió Kalostro, dueño y cancerbero, que desde entonces abría y cerraba la puerta de su celda.
Y depositó sobre sus rodillas esa máquina que se convirtió en su único contacto con el afuera..
–Es algo del otro mundo –susurró.
La habían encontrado en el fondo de la ciénaga, la menos oscura y tenebrosa, que ya llegaba hasta el hospital de campaña. Era un aparato pequeño, como un mínimo órgano lleno de teclados semejante a la Klavier que alguna vez tuvo Hermeneutes, aquel que hoy lloraba en la cripta de la luz cada vez que se escondía el sol, porque recuerda.
–Al fin y al cabo, el aniquilamiento no es tan problemático –le confió el sacerdote Kalostro–. La censura tendrá menos trabajo a partir de ahora.
El alivio del prelado sonó como una advertencia para Ibrahim Abdullah, condenado a sobrevivir el campo de batalla y la destrucción posterior para ver como el desierto extendía sus lenguas sobre los ancestros, devorándose lo que una vez fue vergel. La tierra, o como quiera que se llame, era ahora esa esponja llena de esquirlas que veía por el monitor del aparato que le entregó Kalostro.
–Serás el escribiente de la nueva era –seducía Kalostro al joven Ibrahim, que ya se sentía huérfano como discípulo–. ¿No decías que conocías los textos? ¿No eras acaso el terror de la documentación y la investigación? Ahora serás quien resucitará lo muerto y reconstruirás las palabras que recuerdes, serás el almacén de este resto de humanidad para que se sepa que somos poderosos, pero la aniquilación nos es ajena...
Kalostro se secó la frente como si el cinismo de su discurso le hubiera provocado algún escrúpulo.
¿Cuánto pesa un escrúpulo, Hermeneutes? ¿Cuánto? Rogó, gimió, se retorció Ibrahim, pero no había caso. Su Maestro ya no estaba ahí para responder, acaso no estaría más para nada, había quedado solo, definitivamente solo en esta tierra que alguna vez también había sido suya, de ambos, de millones, pero ahora ya no se podía caminar por ella ni usar las piernas, los que aún las tuviesen. La tierra que había sido de todos y de todas se había convertido en una ciénaga de plástico mortal para quien se aventurase fuera de su cápsula.
–Aunque los más pobres lo intentan –le contó Kalostro en un ímpetu de sinceramiento–, como no les queda otra... verás, siempre hay alguna loca que se atreve a quitarse todo y a gritar a la intemperie.
Y el monitor de la pequeña máquina se iluminaba para revelar el mundo exterior.
Ganas de eles, pensó Ibrahim. Morir por una lápida, lámina, lacerante, litigio, luz, lagar, lilith, leer pidió.
–Lágrimas –agregó el sacerdote–. Lágrimas y látigo te faltan.
Desde entonces practicaba. Todas las tardes, desnudo y silencioso, mutaba sonidos, palabras, letras, gárgaras, todo lo que pueda ser que no haya sido. Pero hasta ahora no le había sido posible reencontrar ni reescribir ni confirmar alguno de los antiguos escritos. El viejo Hermeneutes, en tanto, se retorcía durante los interrogatorios en la cripta blanca y pulcra y rechinaba por un poco de sombra. Basta ya de luz, déjenme en paz, bramaba el prisionero, mientras Ibrahim Abdullah tomaba nota de cualquier cosa que recitase el viejo Maestro.
Aquella tarde, Hermeneutes había despertado de su letargo y se abalanzó como gato enloquecido sobre Ibrahim, volvió a escupir como cuando lo habían recogido en la biblioteca humeante, mientras sus escribas se hundían en la ciénaga de plástico para siempre. Con ella desaparecían también las láminas, los mensajes, el papel, la última fibra de luz donde alguna vez habían dejado sus huellas los seres. Ninguno de los asesinos lloró. Definitivamente aliviados, los saqueadores se dedicaron a la farra viva de lotearse las escrituras y después eliminarlas para siempre. No habrá nada que las recuerde ni palabras que digan que alguna vez fueron, de aquí en más no serán nunca jamás y para siempre estarán fuera del mundo y el olvido. Perecederas serán. Fue la condena.
¿Cuán amplio es el olvido? ¿De qué color son sus praderas? Será como la pampa, acaso, como el desierto, los contornos bajo el hacha, se preguntó Ibrahim. En vano. Nadie vendrá a responderle. El viejo Hermeneutes acababa de expirar. Su vida ya no será. Su memoria tampoco. Y el viejo se hundió lentamente en la hirviente textura de la ciénaga que como todos saben, encierra el paraíso.
Entonces Ibrahim Abdullah comenzó a escribir, tembloroso, con sus dedos metálicos, aquello que le dictara su memoria, embelesado, poseso, como si copiara de algún papiro imaginario reflotado por un instante del olvido.
–Muéstrame lo tuyo, Ibrahim –le sobó el lomo por la noche el Supremo, que amaba el perfume de los jóvenes más que cualquier otro sentido y que hubiera dado gran parte de ese reino maldito por un poco más de belleza y menos de codicia. Pero, ah, la perra vida siempre se salía con la suya. Husmeó por sobre el hombro del joven, reconoció aquella frase que reproducía el monitor y entonces supo que todo comenzaría de nuevo.
–Lindo tu apócrifo, muchacho, dijo, y leyó en voz alta como si supiera:
“hen un lugar de La Mancha de cullo nonvre no quiero hacordarme...”

© de la autora

Amanda Pedrozo - Paraguay

El señor de la noche.

Rosalí estuvo todos esos días pensativa. Miraba desde su sillón de mimbre a su nieta que cantaba, perdida en un sueño repetido, donde se le aparecía el amante nocturno con su olor a monte y misterio, destapándola despacito para ir hundiéndose después con fuerza en su cuerpo, sin decir una sola palabra. La nieta Atilana había cambiado desde entonces. Ella, la tristona, estaba loca de contento. Ella, la que no paraba de contar sus penas, callaba tercamente ahora, pero en vano: se le notaba a la legua que andaba en amores...
El tronco como desnudo de la nieta, los pasos que no se oían al borde de la cama, sino más lejos y como afuera bajo los mangos, el olor a sobaco húmedo que quedaba pegado hasta en las paredes de tacuara y barro colorado después de que el amado intruso hurgara bajo el camisón de bombasí rosado de Atilana, sin que ésta hiciera nada, salvo exhalar su olor nuevo para juntarlo con el otro aroma casi desvanecedor, fueron haciendo el injusto milagro de rejuvenecer a la anciana sin lograr traerla devuelta de su carne machucada sin remedio.
De día, no podía dormir. Quería apropiarse con los ojos de Atilana. A veces le dolían las arrugas cuando con su escasa vista percibía un arañazo en los hombros carnosos de la muchacha o un moretón azulado en el cuello. De noche, tampoco podía, porque esperaba con los ojos prendidos en la oscuridad el andar extraño que no se podía oír, sino sentir solamente. Se había llegado a comer un poco de tabaco que él, en su silenciosa puntualidad nocturna, dejó tirado en el borde del catre.
A Rosalí le sirvió la pequeña sustancia marrón para el día entero. Se la pasó mascando de a puchitos, hasta que tuvo que resignarse a tragarse con la saliva terrosa el último resto de sueño que le quedaba. Después se quedó pensativa en el sillón de mimbre, fraguando la felicidad, el colmo, el desespero amoroso.
Esa noche iba a concretar la locura. Ni pudo tragarse el guiso de pájaros que Atilana preparó casi sin darse cuenta. La muchacha así venía haciendo todas las cosas en los últimos días, desde que empezó a florecer en la humedad de la noche. Así que Rosalí enredó tanto las cosas, inventó las mil y una, y entre vuelta y vuelta de cuentos que iba soltando a la nieta, ésta no pudo rechazar un vasito de guaripola. A un vasito siguió otro, y finalmente Atilana terminó durmiendo en la cama de su abuela, y ésta se tumbó en el catre de la muchacha, envuelta en el camisón rosado de bombasí que olía a una flor y a un cielo cargado de lluvia.
Llegada la medianoche, Rosalí tenía el cuerpo dispuesto, aunque el cuerpo no hacía honor a su arrebato. Primero, en la noche, se sintió una alteración de gallinas desde la esquina del tatakua. Después, el viento pareció detenerse sobre la puerta y Rosalí sintió con el olfato que él, el amado silencioso, ya estaba allí, que la tocaba casi, que lo tenía encima, hurgándole el camisón rosado de bombasí con una violencia increíble, que la arrojó sobre sí misma y la replegó con su sorpresa y locura. En el centro mismo de un relámpago, tuvo todas las certezas en un solo instante.
Lo vio, más fuerza que cuerpo, más negro que el más oscuro de los pecados, más húmedo que la respiración del abuelo cuando el asma lo sumía en la demencia. Puro pelos y ojos encendidos, el amado sustraído por una noche, el apenas entrevisto, silbó una sola vez, y la estranguló. Dijeron al día siguiente los otros nietos, que el Señor de la Noche, aquel cuya nombre en guaraní no debía ser jamás pronunciado, había estado en la casa, y que había matado a Rosalí para violar a Atilana, que empezó a vagar su delirio incurable desde ese momento y para siempre, bajo los mangos frondosos y la dudosa soledad del tatakua.

© de la autora

Pilar Romano - Argentina

Pilar Romano - Argentina Tiempo de lavar.

No estaba pensando en él. En realidad no estaba pensando en nada, sin embargo su mente, o su alma —quién sabe dónde dormitan estas determinaciones— se llenó de golpe con la decisión de que lo perdonaría. Después de todo, la culpable era ella, por haberse enamorado de un hombre que llevaba en el bolsillo una máscara.
Miró hacia el pequeño jardín; el viento levantaba un polvo seco y agitaba los tallos de las plantas que hacía por lo menos una semana no regaba. Contra un cielo casi metálico revoloteaban, como todas los días a esa hora, unos pájaros parecidos a pedazos de papel chamuscado mecidos por el aire que seguramente también se movía allá arriba. «Cuando extienda la ropa se volverá a ensuciar», pensó, pero siguió cargando con polvo de jabón el lavarropas, como si sus acciones estuvieran desconectadas de la razón.
Sintió que debía hacer un esfuerzo y pensar. Quería estar segura de lo que haría antes de que volviera el fastidio de la noche para enredarla en la incertidumbre. A esa hora el destino siempre le mostraba incertidumbre. Debía estar segura antes de oír de nuevo las palabras de brujo con que él había alquilado su destino, segura antes de ceder a la tentación de encender la lámpara y bailar con falda de gitana sobre las promesas incumplidas.
Aunque no lograra pensar, estaba segura de que lo perdonaría.
«Siempre me inquietó el blanco», recordó; quizá por eso su gata Elka era negra. Sintió el roce tibio de la piel peluda de Elka rozándole las pantorrillas, mientras el polvo blanco del jabón seguía dispersándose sobre el agua. ¿Cuánto haría que sostenía el envase que terminaba de abrir? ¿No sería ya suficiente?
«Debería haber maridos descartables», siguió divagando, «como este envase, como maniquíes casi, pero medio humanos; serían mejores que estos otros con la fidelidad de un gato montés.» Hizo un repaso de las aventuras de Javier, de aquellas que había logrado soportar y digerir. Lo había absuelto en todas, incluso en la última. Menos una: nunca, hasta ese momento, había podido perdonarle aquélla con la catequista de Elenita. Estaba la nena de por medio. Por la nena había conocido a esa falsa aprendiz de monjita. El episodio se le aparecía siempre como una obscenidad navegando en agua bendita.
Y de pronto, en esa siesta de otoño, la súbita e infundada sensación de que podía perdonarlo. «¿No será demasiado jabón?» Suspendió la carga al sentir un insobornable deseo de descansar, aunque fuera por un rato. Puso en marcha el lavarropas y se sentó en una de las sillas del patio. Quiso tomar a Elka para acariciarla sobre su regazo, pero ella se alejó. «Qué raro...», el olor a jabón en polvo siempre la hizo estornudar... Con los ojos semicerrados, vio cómo la espuma empezaba a desbordarse, a avanzar hacia ella, a ocuparlo todo, pero su mente nada podía articular, salvo la idea de que lo había perdonado. Luego iría al dormitorio para decírselo. Por ahora, se abandonaría a esa placentera experiencia de flotar sobre la espuma, sentada en su silla, recorriendo toda la casa, rodeada de un blanco que por primera vez le pareció bellísimo, interrumpido tan sólo por el luctuoso morado de una de las medias de Javier que se había escapado de la lavadora y flotaba junto a ella.

La silla, arrastrada por la espuma, entró con ella por la puerta de la cocina y le pareció que las tapas de las cacerolas hacían un sonido semejante al de una fanfarria. Luego pasó al comedor; aún no había retirado el mantel del almuerzo. Siguió hasta el cuarto de Elenita y no le pareció vacío esta vez. Ella no estaba pero no le pareció vacío. Desde allí flotó por un pasillo hacia el dormitorio donde descansaba Javier, casi no se lo veía a Javier, tapado por la espuma. Usando las manos como aletas de foca logró dejar el rostro y el torso al descubierto... esa leve cicatriz en el labio inferior que la había incitado a averiguar qué gusto tenía... y esas manos como para dejarlas hacer... no lo despertaría ahora, le hablaría más tarde de su perdón.
La corriente de espuma la acercó a la ventana, que se abrió casi reverente. Su cuerpo le parecía poco más que un juguete, apenas una pequeña pieza de ajedrez en medio de una tregua sin mentiras, apenas el marco de un viejo cuadro que alguien decide descolgar.
Sintió que todo lo que sabía dejaba de tener sentido y no reconoció los lugares por donde iba; le pareció que ella tenía infinidad de nombres y que había infinitos nombres para llamar a las otras personas y a las cosas, que había vuelto a ser pura y que ya nadie, detrás de la espuma, la reconocería.

© de la autora